Cuando era niña, me encantaba rebuscar en los desvanes y cajones, donde hallaba objetos a veces misteriosos; remotos, porque hablaban de otros tiempos, y cercanos también, porque si estaban allí era porque algún vínculo tenían con la casa y la familia que la habitaba. Disfrutaba también especialmente escuchando lo que mis mayores me contaban, algunas veces a partir de mis hallazgos, acerca de sus propias vivencias o de las que a su vez les habían transmitido: quería saber qué hacían, qué comían, qué cantaban, a qué jugaban y con qué. Por eso supe cómo mi abuela hacía casas de muñecas de cartón que habitaban figuritas modeladas con miga de pan, que aquel camión azul de madera -¡con un volante que hacía girar la dirección!- se lo había construido a mi padre el suyo, que mi tía y otros niños marearon tanto a un cerdo jugando que lo mataron –con el castigo consiguiente-, que mi abuelo y sus hermanos andaban varios kilómetros y hasta cruzaban un río en barca para asistir a sus clases de música, o que mi madre aparecía compungida en aquella foto porque su padre acababa de reñirle y ella era muy sentida.
Cuando mamá llevaba trenzas nació en el curso de álbum de Marián Lario de 2015, y surgió de lo personal, sin ningún objetivo concreto, sin pensar tampoco en público potencial o editores. Mis padres ya no estaban y creo que sentía cierta urgencia por trasladar algo de sus vidas, o dejar a mis hijos algo de la mía. En esa línea personal comencé a desarrollar el proyecto, pero a medida que avanzaba se me hacía más patente que a menudo lo individual no es sino la concreción de aspectos universales, aunque a cada uno le afecten a su modo y en distinto grado. Creo que es el caso de este álbum, que puede tener diferentes lecturas, pero que gira básicamente en torno a una cuestión universal, el paso del tiempo y lo que comporta: puertas que se cierran y puertas que se abren, si no para nosotros, para quienes vengan después; gira, pues, en torno a la memoria y la identidad que se va conformando en la infancia. No es un tema, por tanto, precisamente original; probablemente el planteamiento tampoco lo sea; pero es, eso está claro, personal y sincero.
Lo es también porque por esas fechas yo seguía siendo básicamente una ignorante en el ámbito de la ilustración, tanto en cuanto a su ejecución como en cuanto al conocimiento sobre libros y autores; digamos que no podía recibir demasiadas influencias por ese lado. Y es personal porque yo quería atender, en palabras e imágenes, al corte profundísimo -si no radical- que en los modos de vida había tenido lugar en los últimos veinte años, y para eso simplemente miré en mi propia historia individual y en lo que esta presentaba de diferente o novedoso para mis hijos o mis sobrinos.
[Sí, es inevitable: al fin y al cabo, es el mismo interés que me mueve en mis temas de investigación más queridos y supongo que aunque bromeo a menudo con mi doble vida, no existe realmente tal dualidad].
Así pues, tiempo e identidad, cambios, infancia, memoria, pasado y proyección son los temas a los que remite la sencilla historia de este álbum. Así lo explicaba en la sinopsis que envié a Luis Larraza -con quien ya había trabajado anteriormente en bookolia-, en principio, para conocer su opinión sobre el trabajo (esa opinión fue tan favorable que aquí estamos -gracias siempre, Luis ;)-.
Queda claro que en Cuando mamá llevaba trenzas no puede haber, pues, acción trepidante, sino más bien descripción de impresiones, relaciones, actividades y momentos. De estos, hubo un proceso de selección importante, porque de una nómina de recuerdos y sensaciones bastante amplia que surgió al volver la vista atrás, han quedado finalmente diez escenas. Pero creo que estas no remiten exclusivamente a lo que allí se cuenta: los lectores adultos podrán evocar más aspectos vinculados con esos momentos; la mirada infantil sin duda inquirirá más allá también. ¿Y por qué no hacer de su lectura un momento para entender también algo mejor la infancia actual? Creo que este es un álbum que se presta especialmente a una lectura espaciada y comentada de manera intergeneracional: con los abuelos, con el tío, con la madre..., pero en ambas direcciones: considerando la mirada del niño, pero poniendo también curiosidad por conocer sus preferencias, percepciones y opiniones. Me gustaría que este trabajo, aun pudiendo ser coherente en sí mismo, sirviera sobre todo como generador del diálogo en las casas o en las escuelas.
Sí, yo llevaba trenzas, y todo, absolutamente todo lo que aparece en este álbum está en mi experiencia personal: no puede haber ahí, desde luego, una mirada objetiva; sin duda hay una mirada nostálgica, la de todo adulto que ha tenido una infancia feliz en su conjunto. Pero hay ahí también algo de la mirada desapasionada que he aprendido a configurar para otros quehaceres que realizo poniendo el centro de atención en el pasado. Con esto quiero decir que no hay aquí juicios ni apreciaciones manriqueñas, sino una ventana abierta a los ojos curiosos de los lectores más jóvenes o a la mirada cómplice de los adultos, no solo hacia lo que muestra, sino también hacia lo que no muestra y sus lectores podrían actualizar a partir de sus páginas, cada cual desde sus propias experiencias.
Es inevitable el discurrir del tiempo, son inevitables las pérdidas y el cambio, pero el porvenir trae también sus oportunidades y alegrías. Incluso en medio del escepticismo que suele conllevar la lucidez soy una optimista sin remedio. Cada momento es diferente y lo accidental de la infancia cambia, pero no su esencia. Lo que hayamos conservado de la nuestra – en un álbum de fotos, en una caja de recuerdos, en la memoria- se parecerá o será distinto de aquello que guarde quien pertenezca a una generación diferente, ni mejor ni peor: la de su tiempo. En cualquier caso, merecerá la pena –siempre la ha merecido- que convivan con nuestro presente y el de los más jóvenes algunas de las virtudes de nuestro pasado. Recordándolo, tal vez logremos en nuestro entorno próximo poner freno a la reducción de los espacios de sociabilidad, recobrar el placer sencillo del juego por el juego, retomar el contacto con la naturaleza y relajar las riendas con que tendemos a controlar cada aspecto de la infancia actual; también recuperar algo del sosiego y la dilatación del espacio y el tiempo que -seguramente amplificada desde nuestra lente de adultos- atribuimos a nuestra niñez.
Comparto en este álbum, que no es sino el relato de una conversación -la de una niña con su madre-, una parte de mi memoria personal. Ojalá estas páginas propicien a su vez otros diálogos. Ojalá logren despertar la curiosidad por conocer y el deseo de contar a través de nuestra propia caja de recuerdos, con nuestras propias fotos, en nuestra propia voz.
Varias personas a las que debo mucho en este álbum ya se han mencionado más arriba: empezando por mi familia, que inspiró de un modo u otro estas páginas: mis abuelos y tíos, mis hermanos y mis padres. Mi deuda con mi madre es inmensa; quienes la conocieron –y, como maestra, fueron muchos- lo saben. Incluso el acto cotidiano de trenzarme el pelo tantos años, central en mis recuerdos de infancia, ha tenido su fruto en este álbum, como –estoy convencida de ello- su entusiasmo por cualquier faceta de la vida lo ha tenido en todo lo que he escrito y lo que he dibujado.
Marián Lario acompañó todo el proceso desde sus inicios hasta los últimos toques, tres años después, unas veces cuestionando y otras ratificando mis decisiones, pero siempre acertadamente. Vaya un agradecimiento muy especial para ella y para mis compañeras en aquel curso fantástico, con muchas de las cuales me une hoy una amistad estrecha (es otro de los logros de esta mujer maravillosa, que incluso trenza amistades entre alumnos de cursos diferentes, como por arte de magia).
Luis Larraza, que confió en el proyecto desde el inicio, también ha contribuido con sus acertadísimas apreciaciones a la forma final de las ilustraciones, y ha cedido ante algunas de mis decisiones de estilo. Se ha ocupado también de la maquetación, con el mimo que siempre pone en los libros que pasan por sus manos. Le agradezco todo esto, pero, sobre todo, su franqueza –algo cada vez más raro de encontrar en un mundo en que se extiende una amable impostura- y su amistad.
También a él le debo la posibilidad de que el álbum vea la luz en catalán, de la mano delicada de Fàtima Sanmiguel, y en euskera, gracias a la colaboración desinteresada de Itziar Diez de Ultzurrun, con quien, desde que compartimos pupitre en la última fila de aquel lejano primer curso de Filología, no he dejado de compartir también algún café y alguna risa cuando nuestras vidas se han cruzado en nuestra pequeña ciudad de provincias. Es un verdadero lujo haber contado con su traducción y se lo agradezco también públicamente aquí.
Mis amigos y mi familia, sobre todo mis sobrinos y sobrinas, suelen prestarse con paciencia como modelos para muchos de mis dibujos o ilustraciones. En este caso, el agradecimiento especial –aunque no exclusivo ;) - va para Candela, que se avino a trenzarse el pelo para convertirse en la protagonista –mucho más guapa que yo- de estas páginas.