En mi experiencia como ilustradora cada proyecto ha conocido un proceso diferente; sin embargo, a grandes rasgos, en el caso de los libros puede decirse que hasta ahora mis trabajos se han dividido en dos tipos de cocción. Los de cocción rápida, en general, fueron concebidos en una especie de imagen mental bastante nítida de cómo debían ser -o cómo quería yo que fueran- y ejecutados en periodos de tiempo en los que contaba precisamente con eso: tiempo de calidad, que en mi caso se suele identificar con las vacaciones de mi profesión: así fue en el caso de Marta está harta o de las ilustraciones para 13326, que bullía en un fuego mientras en otro borboteaba otro proyecto que ahora –más de un año después y gracias al empujón del último verano- está ya casi listo, pero no en su punto aún, a falta de la portada y las guardas.
Otras veces, los trabajos se van dilatando porque tardo en llegar a esa especie de “visión” determinante y definitoria del resto (pasó en Arrecife y la fábrica de melodías) o porque me cuesta rascar tiempo a la vida cotidiana (como en La niña rancia y otro bello texto de José Jag frente al que aún debo sentarme).
En el caso de este Cuando mamá llevaba trenzas, todo, la concepción y la elaboración, han requerido sus tiempos, pero fue sobre todo la fermentación de la masa la que llevó su dedicación.
El trabajo es el resultado del proyecto al que pude dar forma gracias al curso de álbum ilustrado de Marián Lario, con quien repetía en esta misma modalidad, un poco porque sí, por puro placer, en la edición de 2015. Ya había tomado con ella este mismo curso el año anterior: había aprendido - y sobre todo había disfrutado- con un álbum del que había llegado a dibujar unas seis ilustraciones definitivas, pero para el que me quedaba más del doble. Pensé que podría terminarlo en esta ocasión, pero finalmente emprendí algo nuevo. [Puedo ahora decir que aquel primer proyecto también verá la luz, aunque habrá que esperar a 2020].
Y la verdad es que fue un cursazo, de los de gozar, donde entablé grandes amistades que luego he tenido ocasión de continuar, virtual o desvirtualizadamente. Es mucho lo que uno pone de sí en estas empresas personales y mucho lo que recibe de los compañeros y, especialmente, de la labor de Marián, siempre implicada en la exhaustividad con que revisa las propuestas y tareas, sincera en sus apreciaciones y amable en su manera de manifestar la crítica, condiciones que permiten el aprendizaje auténtico en un clima cordial, de verdadera relación.
Sobre el tema ya he comentado lo esencial en el post anterior: básicamente, al inicio, yo quería recordar mi infancia. En cuanto al proceso, esta vez siguió el pautado por Marián para el curso. Lo cierto es que siempre me gusta dedicar tiempo a pensar y a la planificación, pero no siempre soy tan metódica trabajando, aunque -imagino que precisamente como hija de mi generación- soy bastante cumplidora si me someto a unas normas, de manera que en este caso el trabajo previo contó con sus etapas y sus estudios previos.
Lo que tenía más o menos claro, por motivos prácticos, ya que uno de llas causas del parón en el álbum anterior había sido el tamaño de los originales, era que en esta ocasión no quería complicarme demasiado técnicamente. En fin, no sé cómo lo hice, pero al final me lié con el Photoshop en un momento en que no sabía ni qué era la herramienta de transformación libre, así que termine sudando tinta con las primeras ilustraciones. Pero al inicio yo quería algo rapidito, acorde con mi poco tiempo, así que las primeras aproximaciones fueron así:
Pues bien, de estos bocetos iniciales, poco se salvaría: solo la tinta como material, y esto después de haber probado otras opciones, a la par que iba pensando en cómo hacer un relato de las escenas o impresiones que iba recordando.
Marián me pidió que las pusiera por escrito, con el fin de jerarquizarlas, y aquello fue necesario y al mismo tiempo un peligro, porque la escritura obliga a otro modo de introspección, de secuenciación, y, en mi caso, en lugar de ser un obstáculo para la expresión, suele desencadenar una cascada de ideas que, además, como ahora mismo, corren el riesgo de progresar y bifurcarse indefinidamente.
Con la escritura surgieron más recuerdos y, de los que aquí se ven, algunos desaparecieron (como el tocadiscos o el cine dominical). Otros se incorporaron y permanecieron, y uno que en principio se fundía con los demás –el trenzado del pelo- pasó a ser central en este álbum, al ponerlo en boca de una niña que transmite al lector lo que su madre le ha contado acerca de su infancia.
Esta voz debía, pues, simplificar el discurso y hacerlo complementario de la imagen, pero, sin duda, la posibilidad de crear texto e ilustración simultáneamente es una de las ventajas de abordar la autoría completa de un proyecto.
A propósito de la técnica y el estilo, como ya he dicho, di no muchas, sino muchísimas vueltas.
Por esas fechas estaba empezando con los rotuladores Promarker, combinándolos con tinta en mi primer Inktober, y me encontraba cómoda para mi manera natural de dibujar y dar color, que es bastante suelta y expresiva; de ahí que fuera mi primera opción.
Sin embargo, probé otros materiales antes de decidir la técnica y la paleta, entre ellos el lápiz y la acuarela, en varios dibujos de ambos personajes principales e incluso para alguna escena.
Mientras tanto, seguía dando vueltas al storyboard y, aunque varias escenas o la propia idea de la cubierta y la contracubierta -presente desde el inicio- se mantuvieron, otras, como he dicho ya, desaparecieron o se modificaron.
Me preocupaba, por otra parte, que al tono nostálgico del contenido se sumaran algunas notas que hicieran desembocar el proyecto en algo excesivamente tierno. Al final, quedó el asunto entre el trazo suelto que me resulta natural –en este caso a tinta y toques de rotulador para la piel- y un empleo del color que fuera capaz de evitar cierta cursilería en la que no quería incurrir con este álbum.
Por eso, tras bastantes pruebas y aunque lo manual me resultaba cómodo, terminé muriendo en el caso del color -ya lo he adelantaba y es obvio en el libro- al palo del “potochof”, que me iba a permitir introducir algunos estampados de aire retro.
[Porque sí, todo esto fue antes del revival ochentero que trajeron Súper 8, Stranger Things o Dark, y yo había estado documentándome -confieso que no he sido seguidora de Cuéntame-: en Pinterest y, sobre todo, en las fotos familiares, desde donde me asaltó el inefable papel pintado de nuestro cuarto de estar.]
En cuanto al storyboard, quedó en esta versión, que apenas ha sufrido un cambio, en la página 21:
Aunque en la selección de algunas dobles páginas tuve que decidir asimismo entre varias versiones, como en el caso del trenzado:
Por lo demás, el resultado está a la vista: fuera de la línea y la piel, los colores son planos, y en el caso de algunas ropas, con o sin texturas -siempre en los casos en que hay textura-, suprimiendo la línea del contorno. En otro orden de cosas, las páginas que representan el presente emplean un fondo mucho más neutro y más esquemático que persigue su diferenciación con respecto a las páginas en que se evocan los recuerdos y en los que la repetición de la frase que da título al álbum busca un efecto rítmico.
Y tenía ya prácticamente terminado este post cuando nos llegó la emocionante noticia de que este álbum había sido premiado por la Fundación Cuatrogatos en su edición de 2019. En la justificación de este galardón, se dice de él lo siguiente:
Con ilustraciones realistas, de gran poder evocador, y un texto sencillo que invita a viajar al pasado, este elegante y nostálgico libro álbum da la posibilidad a los pequeños lectores de conocer –y de contrastar con el suyo– otro tiempo en el que los días duraban más, los juegos eran más sencillos y divertidos, se vivía con poco y “todos los vecinos del pueblo eran como una única gran familia”.
Nunca imaginé, mamá, que tus trenzas nos fueran a llevar tan lejos.